(Mañana ha sido hoy tan de repente)

¿qué me pasa, doctor?


29x072009
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Me empecé a encontrar mal a primeros de mes. Era un síntoma normal, que reconocía, de una dolencia pasajera que he sentido mil veces; una taquicardia como otras de las que se me suelen pasar cuando respiro con calma. Pero no se paraba. El corazón tenía un ritmo de tren en descenso, una velocidad de camión sin frenos. Y no cesaba.

A la semana comencé a preocuparme un poco, porque seguía. No había manera de aminorar su pálpito y era como si mi corazón hubiese decidido por su cuenta que toda la vida había latido con la frecuencia equivocada y tuviera que aumentar el ritmo. O a lo mejor (y ésta es una opción más creíble si es el cerebro inconsciente el que da las órdenes) sintió una necesidad irrefrenable como Forrest Gump de ponerse a correr sin objeto ni propósito; alienado, como al dictado de un loco.

A las dos semanas decidí ir a ver al doctor. Mi médico de cabecera es el doctor maligno. Yo admiro al doctor maligno; es conciso, profesional, sincero y valiente. Te suelta con el mismo tono neutral "no tiene usted nada" que "tiene usted un cáncer terminal, le quedan tres días". A veces no sabes si te está vacilando. En el doctor maligno hay que tener una fe ciega, hay que fiarse porque sí. El suma dos y dos y te dice "cuatro", pero no le preguntes cómo ha llegado a esa conclusión, porque con el mismo tono que diagnostica es capaz de responderte a la gallega: "¿Es usted idiota?". Y mirarte como el que verdaderamente espera una respuesta, mientras aguarda en silencio a que confieses que sí, o que no. Y a cualquier respuesta replicará: "pues entonces no hace falta que le explique nada", con ese tono suyo tan característico.

De veras, yo admiro al doctor maligno. Y encima es guapo.

—Muy buenas; y a usted qué le pasa
—, me soltó a modo de saludo.
El corazón, que me late—. Le contesté mientras me señalaba el lado izquierdo del pecho, un poco amedrentado.

Me miró de arriba a abajo en una expresión que estaba a caballo entre la perplejidad y el aburrimiento extremo.

—Ajá —... Definitivamente soy idiota.
—Quiero decir que me late muy deprisa, más de lo habitual —. Le aclaré casi llorando.
—¿Y desde cuándo le viene pasando?— Me dijo mientras se colocaba el fonendoscopio con elegancia extrema en los oídos, se levantaba y rodeaba la mesa de la consulta hasta mi silla como si estuviera en un desfile de moda de vestuario médico y aplicaba la boquilla en mi pecho sujetándola con la delicadeza con la que un ajedrecista mueve un peón, un simple peón, y anuncia con brillo en los ojos "mate en doce".
—Desde hace unos quince días, más o menos.
—¿Ya le han hecho un electrocardiogama y un TAC?—me preguntó el doctor maligno regresando de nuevo a su silla.

En ese momento yo me quería morir. Me sentía igual que cuando de niño la maestra me preguntaba por los deberes y yo no los había hecho pero no porque fuera un vago, sino porque soy un despistado, y sabiendo además perfectamente que, despistado, es un vago que además es tonto.

—No —, confesé. Entonces el doctor maligno abrió un cajón y por un momento temí que fuera a sacar unas orejas de burro y a mandarme castigado de cara a la pared. Pero sacó los formularios para autorizar las pruebas con el cardiólogo y los rellenó con una caligrafía que juro por Dios que no es de este mundo.

—Vuelva a verme cuando tenga los resultados , me dijo mientras me alcanzaba los formularios. —¿Y... podría hacerme el favor de cerrar la puerta por fuera? Gracias—. Añadió mientras sonreía amablemente y hacía con la mano el mismo gesto que seguro que utiliza para espantar a las moscas.

Así que fui al cardiólogo, que me hizo las pruebas. De ese episodio no hay nada reseñable, es pura anécdota; el cardiólogo es un tipo demasiado encantador como para tener interés.


Con los resultados en la mano entré ayer en la consulta del doctor maligno. Se acordaba de mí. Debo estar en el top cinco de sus pacientes más idiotas.

—Hombre, el del corazón que le late —... y dejó pasar tres segundos cargados de profesionalidad de jugador de póker antes de añadir —muy deprisa. ¿Ha traído las pruebas?
—Sí—, dije con el aplomo del que ésta vez ha hecho los deberes.
—A ver.

Le enseñé el TAC, en el que se veía esto:



Y el electrocardiogama:



Cogió el TAC al trasluz. Miró durante un rato como el que trata de distinguir una obra de arte de una falsificación. De vez en cuando echaba un vistazo al electrocardiogama y asentía. Yo aguardaba intentando aparentar aplomo y despreocupación.

—Ya veo—, dijo dejando el TAC encima de la mesa. —Usted tiene prisa.
—¿Prisa?— Pregunté como el idiota que soy.
—Prisa —.
—¿Y eso es malo?
—Muy malo; la prisa mata amigo.
—Y la pachorra remata—. Añadí. Y me arrepentí casi al mismo tiempo de haber abierto la boca.
—Usted lo ha dicho—. Me respondió condescendiente.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Disciplina.
—¿Disciplina?— Pregunté otra vez, como un idiota.
—Disciplina. Con disciplina y un plan a largo plazo su ritmo cardiaco irá descendiendo hasta su ritmo habitual. El proceso puede resultar a veces tedioso pero tiene una eficacia enormemente alta en los pacientes como usted. Y tampoco estaría de más que fuera al oftalmólogo a ver si le puede graduar de nuevo sus gafas de mirar de lejos, porque me aventuro a pensar que usted tiene un ligero desenfoque.
—¿Y la disciplina me la venden sin receta?—.

Quise hacer un chiste. Temí que me tomara al pie de la letra y me preguntara sin conmiseración si yo era idiota. Pero el doctor maligno no es idiota. Él sí sabe captar los matices.

—La inglesa sí, pero le saldrá cara—. Me respondió sardónico. —No se preocupe, saldrá de ésta, pero haga el favor de hacerme caso y disciplínese usted. Con prisa es muy malo vivir, y en estos momentos usted está sometido a una tensión de unos cien mil kilopaulinos. Vuelva a verme dentro de tres meses y pídame ayuda si a los quince días no nota ninguna mejoría. Pero si usted sigue las recomendaciones que le he dado en breve debería apreciar los resultados.
Gracias, doctor. Le haré caso —. Le dije mientras me levantaba con mis pruebas y le tendía la mano.
—Cuídese—. Me respondió mirándome a los ojos estrechando con fuerza mi mano con su mano derecha y envolviendo el apretón de manos con la izquierda, en un gesto de afecto que si lo era no parecía fingido, pero sin levantarse de su silla.

Un señor, el doctor maligno. Un tipo con clase. Yo le admiro. Y además es guapo.

([me ha dicho el médico que me lo tome con calma, y también me ha recomendado una máquina de la ubicuidad que funcione con monedas, así que si alguno tiene un pariente inventor chiflado que salga baratito, que me lo diga])

(Mañana ha sido hoy tan de repente)

sin saber derivar no hay quien resuelva una ecuación diferencial


07m072009
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si lo imaginas lo fundas, si lo dices lo perpetúas, si lo escribes consta

y es como hacerle una guerra a la nada, agrietar el vacío, manchar la purísima paz del folio en blanco

tal vez fracases, porque tantas otras veces perdiste miembros, te tundieron, te dolieron tantísimo

pero tú tienes suerte; tú sabes llamar por su nombre a tus demonios interiores
y hasta has creído entender su lógica malsana, y hay en esa comprensión cierto consuelo

seamos claros: lo más seguro es que pierdas. todo está en contra, pero hay que intentarlo

que si lo imaginas lo fundas, que si lo dices lo perpetúas, que si lo escribes consta





(¿Cómo se llama éste estar siempre en paz con los demás y en guerra con uno mismo?)

(Mañana ha sido hoy tan de repente)

y los sueños...


06l072009
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—Hola Sú. ¿Qué te pasa?
—Hola Án. He visto a Hypnos.
—¿Hypnos?¿Hypnos? Pues ahora no caigo.
—Sí hombre sí; el hermano de Thánatos.
—El hermano de Thánatos —repite Án como para acordarse mejor. De pronto cae—. ¡Coño! Uy, perdón —dice automáticamente tapándose la boca.

A Sú le hacen gracia sus melindres. Todavía se acuerda del día en el que vino todo azorado a contarle que había dicho una palabrota de las gordas. "¿A ver, y qué has dicho, Án?" Le preguntó. "He dicho hache y lo que sigue, Sú". Y Sú rompió en carcajadas mientras le decía "¡Así que has dicho hostias, me cago en Dios!". A Án casi le da algo allí mismo, miraba a Sú con los ojos encendidos de rabia, coloradísimo coloradísimo y con las plumas de las puntas de las alas encrespadas. Pero a Sú ya no le divierte tanto calentar a Án.

—No pasa nada, Án, te perdono.
—Así que has visto a Hypnos ¿eh? Y qué te ha dicho.
—Nada, si no he hablado con él. Sólo nos hemos cruzado la vista a lo lejos en la plaza del continuo, pero me miraba raro. Como suele mirar él; con esa jodida sonrisa que se le pone cuando trama algo.
—No digas palabrotas... ¡Bah! No te comas la cabeza, Sú. Lo mismo no iba con nosotros, o sólo se acordaba de las otras veces. Es un poco retorcido, ya sabes.
—No sé. Nunca trae nada bueno.
—Que eso lo diga yo, Sú, pero tú, que tanto te diviertes.
—Ya, pequeño saltamontes, ya. Pero eso es porque soy un hedonista empedernido adicto a poner al mal tiempo buena cara, pero me faltaría además ser un perfecto gilipollas para no darme cuenta del mal tiempo.
—¿Estás bien, Sú?

Sú sonríe mientras le pasa su brazo por encima de las alas a Án y se peina un poco en un gesto que quiere trasmitir aplomo. —No sé Án. Quizá estoy envejeciendo—. Entonces le mete la punta de la lengua en la oreja, súbitamente y a traición para chincharle.
—¡Guarro!— Se revuelve Án.
Sú se ríe y le guiña un ojo. —Te echo una carrera hasta el río.
—Vale. Pero sin volar y sin apostarnos nada.
—¡El último hace guardia esta noche!— Grita Sú mientras se aleja volando como una flecha.




(hay que ver lo que la gente va perdiendo por la calle)

(Mañana ha sido hoy tan de repente)

el rumiar de la vaca (festivalera)


01x072009
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—Yo no sé qué insecticida le han echado a los pastos éste año pero llevo un globo de colores. Vamos, que no lo vendo.






([Musicón sin fronteras acaba de editar su decimocuarto título. vuelcavuelca. Kiwi está que se sale. Y me ha hecho bailar.])