19D112006
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Hace más de un año ya. Ya no hablamos siquiera porque nos hacíamos daño. O por lo menos a mí me lo hacía. A veces viene alguien y me habla de ella. Me cuenta que está bien y yo sonrío tranquilo y triste. O me cuenta que está mal y yo ni sonrío ni me quedo tranquilo; sólo triste.
Cuando eso ocurre vienen a visitarme mis fantasmas interiores. Y al caer la noche suben el volumen de mi monólogo interior y me encuentro dialogando con ella en mi cabeza. Pero pronto el diálogo se convierte en discusión. Le echo en cara cosas. Le pido perdón por las que hice.
He aprendido dos cosas: que por muchas razones que tengamos, nunca tendremos razón. La verdad no es de nadie. Quiero decir que la verdad no pertenece a nadie, que ella, como sinónimo de la realidad, se nos impone a todos. Somos muy tontos los seres humanos. Nos cuesta asumir que ha pasado lo que ha pasado. Cerramos los ojos. Deseamos que nuestro amor sea tan grande que lo haga desaparecer. O nos drogamos hasta la inconsciencia para procurar olvidarlo. Nada sirve. La verdad, la única manera de enfrentarla, es asumirla. Por dolorosa o triste que sea.
La segunda cosa que aprendí es que por las puertas que dejamos abiertas, y que son necesarias, podría entrar cualquiera. Eso asusta. Nosotros quisiéramos a veces que fuera ella renovada. Pero a lo mejor entra otra persona. Y sólo puedo darte un consejo: déjale. Deja que entre cualquiera por las puertas que dejas abiertas en tu vida con alegría. Que hay cosas de la piel que sólo se arregla con otra piel. Que quien no nos conoce nos lava heridas y nos da oportunidades. Mercromina para el alma.
Y al cabo, como no hay dos sin tres, quizá he aprendido otra cosa: todos, hata el más miserable, somos más que cicatrices. Que no es cuestión de esconderlas, pero también hay regiones en nuestro corazón que son anchas praderas de hierba blanda donde tumbarse a compartir la vida.
Así que creo que ya te ha llegado el momento. Eres libre. El universo te perdona.